lunes, 22 de julio de 2013

Antropología y universidad


La universidad actual sufre una crisis de la que -aunque es grave- no hay que preocuparse demasiado: padece una enfermedad crónica causada por un parásito conocido, que surge de la pobredumbre social,  que la  debilita y desorganiza. Cuando la universidad entra en crisis todos los doctores piensan que todo es inútil, que no hay nada que hacer, pero -repito- no es tan grave.

El parásito en cuestión produce mediocridad, desorientación general y especialización; es decir, debilidad, miopía y -a veces- ceguera. Pero junto con la enfermedad aparecen mecanismos de defensa, que son los buenos doctores encargados de planear la universidad futura: la universidad presente, dicen - y con razón- está caduca, ya ha llegado a su fin, a un fin de ciclo, porque en sus cátedras se han colado técnicos utilitaristas que sólo buscan enseñar una profesión  a cambio de dinero. Estos técnicos se descubren por su amor a lo práctico, a la informática, a los idiomas, a los barnices de formación continua (CTV), etc. Y como no tienen más horizonte que lo inmediato, quieren que "ante todo" la universidad sea un negocio rentable. Un negocio que consiste en colocar a los niños en profesiones que les den mucho dinero; todo lo demás es adorno.

Quizá este episodio haya sido más grave que lo habitual, pero crisis como esta ha habido en cada siglo y en cada país, aunque estoy especialmente familiarizado las crisis españolas y con los libros que escribieron los doctores de la crisis universitaria del XIX y del XX. Cada uno a su modo coinciden en que es imposible pensar la universidad sin un compromiso ineludible con la verdad completa, sin ésta, la universidad, no sirve para ensanchar la mente y percibir mejor y de manera más amplia la realidad. 

En general los que quieren una universidad con salud tienen plantean recetas para curar en cuatro líneas: 
A. Defensa de las artes liberales, las humanidades de ahora y los saberes no inmediatamente prácticos; 
B. Autonomía e independencia de poderes políticos y religiosos; 
C. Respeto a los profesores y exigencia a los alumnos (y no al revés); 
D. Máximo trabajo por una investigación que sirva para algo.

A. La universidad en su estado normal, de salud, es un centro de humanidades en el que se enseña alguna cuestión técnica, pero con reservas y siempre para ilustrar la teoría

La enfermedad, muy extendida hoy por casi todo el cuerpo universitario, hemos dicho, produce miopía y en algunos casos ceguera, por lo que es normal que muchos se escandalicen al leer esto y digan muy serios: "yo no estoy de acuerdo, la universidad tiene que formar profesionales competentes, bla, bla, bla"

Pues no. la universidad debe formar personas dirigentes. Persona como saben es el sustantivo del adjetivo "profesional". La persona puede ser profesional, es decir, puede ejercer una profesión, o puede no hacerlo. Y puede aprender una profesión por la práctica y observación, yendo a una academia, en la Formación Profesional estatal o por correspondencia. Quiero decir que en todo caso la misión fundamental de la Universidad no es formar profesionales, sino personas. 

Pero, se dirá, también la familia, o el colegio, o la sociedad en general forman personas, sí. De acuerdo, pero la universidad forma a las personas que serán las que dirijan la sociedad del futuro. Por ello la universidad no puede ser la masificada del XX, la estatal, sino que debe refundarse en una escuela de liderazgo real.

Si la universidad es un espacio donde se enseña a realizar un oficio, si la universidad está a las expensas del mercado profesional, generando títulos cada año más especializados, la universidad pierde su esencia y se desvirtúa, pierde su razón de ser y se convierte en una empresa que hace su dinero a costa de que unos clientes paguen unas cuotas determinadas a cambio de un título que les da un trabajo.

Sé que en la descripción anterior muchos no verán nada malo. No lo hay, a menos que se quiera forzar la realidad y convertir la universidad en eso: en una academia de oficios. La universidad es el lugar donde maestros y discípulos buscan la verdad en común. Se quiera o no se quiera, se logre o no se logre, sea posible o imposible. Es eso y nadie lo puede cambiar: ni el mercado, ni el estado; se puede mejorar o empeorar, de acuerdo a si uno se acerca o no al ideal por el que unos hombres deciden ser universidad (es algo así como el amor: donación plena, incondicional. Puede ser más o menos auténtico; pero lo que no podemos decir es que "ahora" el amor consiste en otra cosa).

Claro que puede uno engañarse y decir: "esto es la universidad del siglo XXI" ("esto es el amor del siglo XXI, ahí te quedas!"), pero se equivoca porque "esto", la universidad no es un sitio donde se entretienen quince millones de personas actualmente. La universidad es una institución que deviene, es la misma desde el siglo XII.

Lo dijo hace dos años, durante la Jornada Mundial de la Juventud, Benedicto XVI: "La Universidad encarna, pues, un ideal que no debe desvirtuarse ni por ideologías cerradas al diálogo racional, ni por servilismos a una lógica utilitarista de simple mercado, que ve al hombre como mero consumidor".

Así que si quieren detectar al intruso, al virus que causa el daño en la universidad, busquen quién ataca a las humanidades, quién habla a diario de nuevas técnicas y de mercado... 



D. Investigación (próximamente)

lunes, 15 de julio de 2013

La unidad y la pureza



En un texto de J. Ratzinger (Fe y Futuro, Salamanca, Sígueme, 1973, pp. 76-77) que me envía Pablo Velasco (@pavelaquin) el actual papa emérito dice -proféticamente- que la Iglesia del futuro, es decir, la de hoy (porque lo dice hace cuarenta años del texto) será simple y exigirá un compromiso más directo de los fieles

Para lograrlo tendrá que eliminar tres actitudes de defensa: 

1. "Será una iglesia interiorizada, sin reclamar su mandato político y coqueteando tan poco con la izquierda como con la derecha". No se debe coquetear con la política. Es decir sólo es posible hablar con el poder si tienes un poder igual o similar a él, porque el poder (religioso, político o económico) sólo respeta al poder. El poder es a-teo, y por lo tanto a-moral, sólo entiende de razones instrumentales y es superficial por naturaleza. Esa es la razón por la que corrompe, porque va contra la naturaleza humana, para la que hay otras cosas que lo inmediato superficial y técnico. 

Porque el poder es así, si no somos capaces de colocar un poder frente al poder es mejor que no hablemos con él, de lo contrario seremos devorados. Antes existía el poder moral... pero desde que Maquiavelo es lectura de colegio ya no existe la moral frente al poder. La teoría de las dos espadas, por la cual se decía en la Edad Media que el poder político y el religioso debían convivir, uno en cada mano, apoyándose mutuamente, sin mezclarse, debe abandonarse: ahora el poder político intercambia protecciones con la tecnología y la religión debe ocupar otro puesto para sobrevivir.

2. Benedicto apunta en una frase otras dos actitudes: "Habrán de suprimirse tanto la cerrada parcialidad sectaria como la obstinación jactanciosa". 

Vayamos a lo primero: la "cerrada parcialidad sectaria", tres adjetivos que vienen a decir lo mismo y se apoyan solidariamente, lo que toca en este siglo es abrirse al otro. Es decir, nada de criterios sectarios, nada de grupos cerrados, de burbujas aisladas del mundo. Es necesario que existan grupos pequeños de pureza, de fortaleza, pero estos grupos sólo tienen sentido si están abiertos. Son necesarios porque sólo en los grupos pequeños se da la adhesión auténtica, el encuentro comunitario. El gran reto consiste en vivir abierto a los otros sin perder ni un ápice de identidad. La diferencia es sutil, pero interesante: el sectario se cierra al diálogo porque quiere convencer al otro, sacar algo del otro, pero no le escucha porque tiene miedo a contaminarse y en el fondo le desprecia; la verdadera comunidad exige que se respete al otro aunque no se comparta su visión, que se respete al otro con sus errores.

No se trata del respeto liberal, que en el fondo es un desprecio y supone la indiferencia ante el error o el acierto del otro. Sino de un respeto a la persona que se equivoca, no a su error, o a su mentira o su injusticia. 

Precisamente al estar abierto al otro y querer comprenderle sin querer sacar nada de él, se puede decir la verdad con más tranquilidad; se puede reparar la injusticia con mayor dedicación. Y contrarrestar la obstinada maquinaria del poder con la simple verdad: cuando el poderoso miente, digamos la verdad sin problema. Cuando comete injusticia, difundámosla por todo el mundo, no hay límites a la verdad, a la transparencia, al hablar. Los medios de comunicación ahora lo permiten, hagámoslo, hagamos que la injusticia y la mentira tengan su precio.

¡Eduquemos al poderoso! Es el momento de hablar, sin estrategias ni tapujos; es el momento de la transparencia, que va derribando algunos resortes del poder político religioso y empresarial. 

El silencio cómplice, el que quería salvar la estructura antes que las personas, el que se imponía tácita o explícitamente en cláusulas de dudosa moralidad en los contratos, es un silencio del siglo XX que sólo ha conseguido perpetuar el mal. 

Y precisamente en esta línea Benedicto XVI destapó todo lo destapable: la verdad si hace daño, que duela, siempre será peor que la corrupción; y Francisco I: "pecadores sí, corruptos no". 

3. Y, en la misma frase incitaba a abandonar "obstinación jactanciosa". Obstinación de creer que el mundo actual es similar al del siglo XX. Y no, el mundo del pasado se está derrumbando, con sus macroinstituciones y sus programas generales de influencia social. Las grandes estructuras están cayendo y hay que olvidarse de la obstinada lucha por mantenerlas. Hay que dejarlas caer para construir sobre ellas. 

El saber técnico se opone al humano como la comunidad se opone a la superestructura donde nadie se conoce ni se habla, y donde se toman decisiones que afectan a la vida íntima de las familias sin preocuparse por nada, a 19,8 kilómetros de distancia y sólo con unos datos de una tabla de cálculo. 


Al final la Iglesia se mantendrá, claro, pero "no la iglesia del culto político, ... sino la iglesia de la fe (...), una iglesia interiorizada y simplificada". 

Y lo mismo puede ocurrir con las otras instituciones que no son Iglesia pero viven cerca de ella: que deben adelgazar, interiorizarse, simplificarse, mostrar la belleza de la unidad libre de estructuras, poderes, izquierdas y derechas.