jueves, 27 de febrero de 2014

Apología de Sócrates


Materiales para el curso de filosofía de los Martes, dentro del Programa Superior de Humanidades de Universidad 2015

Platón: Apología de Sócrates

 No sé, atenienses, la sensación que habéis experimentado por las palabras de mis acusadores. Ciertamente, bajo su efecto, incluso yo mismo he estado a punto de no reconocerme; tan persuasivamente hablaban. Sin embargo, por así decirlo, no han dicho nada verdadero. De las muchas mentiras que han urdido, una me causó especial extrañeza, aquella en la que decían que teníais que precaveros de ser engañados por mí porque, dicen ellos, soy hábil para hablar. En efecto, no sentir vergüenza de que inmediatamente les voy a contradecir con la realidad cuando de ningún modo me muestre hábil para hablar, eso me ha parecido en ellos lo más falto de vergüenza, si no es que acaso éstos llaman hábil para hablar al que dice la verdad. Pues, si es eso lo que dicen, yo estaría de acuerdo en que soy orador, pero no al modo de ellos. En efecto, como digo, éstos han dicho poco o nada verdadero. En cambio, vosotros vais a oír de mí toda la verdad; ciertamente, por Zeus, atenienses, no oiréis bellas frases, como las de éstos, adornadas cuidadosamente con expresiones y vocablos, sino que vais a oír frases dichas al azar con las palabras que me vengan a la boca; porque estoy seguro de que es justo lo que digo, y ninguno de vosotros espere otra cosa. Pues, por supuesto, tampoco sería adecuado, a esta edad mía, presentarme ante vosotros como un jovenzuelo que modela sus discursos. Además y muy seriamente, atenienses, os suplico y pido que si me oís hacer mi defensa con las mismas expresiones que acostumbro a usar, bien en el ágora, encima de las mesas de los cambistas, donde muchos de vosotros me habéis oído, bien en otras partes, que no os cause extrañeza, ni protestéis por ello. En efecto, la situación es ésta. Ahora, por primera vez, comparezco ante un tribunal a mis setenta años. Simplemente, soy ajeno al modo de expresarse aquí. Del mismo modo que si, en realidad, fuera extranjero me consentiríais, por supuesto, que hablara con el acento y manera en los que me hubiera educado, también ahora os pido como algo justo, según me parece a mí, que me permitáis mi manera de expresarme -quizá podría ser peor, quizá mejor- y consideréis y pongáis atención solamente a si digo cosas justas o no. Éste es el deber del juez, el del orador, decir la verdad.
 Ciertamente, atenienses, es justo que yo me defienda, en primer lugar, frente a las primeras acusaciones falsas contra mí y a los primeros acusadores; después, frente a las últimas, y a los últimos. En efecto, desde antiguo y durante ya muchos años, han surgido ante vosotros muchos acusadores míos, sin decir verdad alguna, a quienes temo yo más que a Ánito y los suyos, aun siendo también éstos temibles. Pero lo son más, atenienses, los que tomándoos a muchos de vosotros desde niños os persuadían y me acusaban mentirosamente, diciendo que hay un cierto Sócrates, sabio, que se ocupa de las cosas celestes, que investiga todo lo que hay bajo la tierra y que hace más fuerte el argumento más débil. Éstos, atenienses, los que han extendido esta fama, son los temibles acusadores míos, pues los oyentes consideran que los que investigan eso no creen en los dioses. En efecto, estos acusadores son muchos y me han acusado durante ya muchos años, y además hablaban ante vosotros en la edad en la que más podíais darles crédito, porque algunos de vosotros erais niños o jóvenes y porque acusaban in absentia, sin defensor presente. Lo más absurdo de todo es que ni siquiera es posible conocer y decir sus nombres, si no es precisamente el de cierto comediógrafo. Los que, sirviéndose de la envidia y la tergiversación, trataban de persuadiros y los que, convencidos ellos mismos, intentaban convencer a otros son los que me producen la mayor dificultad. En efecto, ni siquiera es posible hacer subir aquí y poner en evidencia a ninguno de ellos, sino que es necesario que yo me defienda sin medios, como si combatiera sombras, y que argumente sin que nadie me responda. En efecto, admitid también vosotros, como yo digo, que ha habido dos clases de acusadores míos: unos, los que me han acusado recientemente, otros, a los que ahora me refiero, que me han acusado desde hace mucho, y creed que es preciso que yo me defienda frente a éstos en primer lugar. Pues también vosotros les habéis oído acusarme anteriormente y mucho más que a estos últimos.
 Dicho esto, hay que hacer ya la defensa, atenienses, e intentar arrancar de vosotros, en tan poco tiempo, esa mala opinión que vosotros habéis adquirido durante un tiempo tan largo. Quisiera que esto resultara así, si es mejor para vosotros y para mí, y conseguir algo con mi defensa, pero pienso que es difícil y de ningún modo me pasa inadvertida esta dificultad. Sin embargo, que vaya esto por donde al dios le sea grato, debo obedecer a la ley y hacer mi defensa.
 Recojamos, pues, desde el comienzo cuál es la acusación a partir de la que ha nacido esa opinión sobre mí, por la que Meleto, dándole crédito también, ha presentado esta acusación pública. Veamos, ¿con qué palabras me calumniaban los tergiversadores? Como si, en efecto, se tratara de acusadores legales, hay que dar lectura a su acusación jurada. «Sócrates comete delito y se mete en lo que no debe al investigar las cosas subterráneas y celestes, al hacer más fuerte el argumento más débil y al enseñar estas mismas cosas a otros». Es así, poco más o menos. En efecto, también en la comedia de Aristófanes veríais vosotros a cierto Sócrates que era llevado de un lado a otro afirmando que volaba y diciendo otras muchas necedades sobre las que yo no entiendo ni mucho ni poco. Y no hablo con la intención de menospreciar este tipo de conocimientos, si alguien es sabio acerca de tales cosas, no sea que Meleto me entable proceso con esta acusación, sino que yo no tengo nada que ver con tales cosas, atenienses. Presento como testigos a la mayor parte de vosotros y os pido que cuantos me habéis oído dialogar alguna vez os informéis unos a otros y os lo deis a conocer; muchos de vosotros estáis en esta situación. En efecto, informaos unos con otros de si alguno de vosotros me-oyó jamás dialogar poco o mucho acerca de estos temas. De aquí conoceréis que también son del mismo modo las demás cosas que acerca de mí la mayoría dice.
 Pero no hay nada de esto, y si habéis oído a alguien decir que yo intento educar a los hombres y que cobro dinero, tampoco esto es verdad. Pues también a mí me parece que es hermoso que alguien sea capaz de educar a los hombres como Gorgias de Leontinos, Pródico de Ceos e Hipias de Élide. Cada uno de éstos, atenienses, yendo de una ciudad a otra, persuaden a los jóvenes -a quienes les es posible recibir lecciones, gratuitamente del que quieran de sus conciudadanos- a que abandonen las lecciones de éstos y reciban las suyas pagándoles dinero y debiéndoles agradecimiento. Por otra parte, está aquí otro sabio, natural de Paros, que me he enterado de que se halla en nuestra ciudad. Me encontré casualmente al hombre que ha pagado a los sofistas más dinero que todos los otros juntos, Calias, el hijo de Hipónico. A éste le pregunté -pues tiene dos hijos-: «Callas, le dije, si tus dos hijos fueran potros o becerros, tendríamos que tomar un cuidador de ellos y pagarle; éste debería hacerlos aptos y buenos en la condición natural que les es propia, y sería un conocedor de los caballos o un agricultor. Pero, puesto que son hombres, ¿qué cuidador tienes la intención de tomar? ¿Quién es conocedor de esta clase de perfección, de la humana y política? Pues pienso que tú lo tienes averiguado por tener dos hijos». «¿Hay alguno o no?», dije yo. «Claro que sí», dijo él. «¿Quién, de dónde es, por cuánto enseña?», dije yo. «Oh Sócrates -dijo él-; Eveno, de Paros, por cinco minas». Y yo consideré feliz a Eveno, si verdaderamente posee ese arte y enseña tan convenientemente. En cuanto a mí, presumiría y me jactaría, si supiera estas cosas, pero no las sé, atenienses.
 Quizá alguno de vosotros objetaría: «Pero, Sócrates, ¿cuál es tu situación, de dónde han nacido esas tergiversaciones? Pues, sin duda, no ocupándote tú en cosa más notable que los demás, no hubiera surgido seguidamente tal fama y renombre, a no ser que hicieras algo distinto de lo que hace la mayoría. Dinos, pues, qué es ello, a fin de que nosotros no juzguemos a la ligera.» Pienso que el que hable así dice palabras justas y yo voy a intentar dar a conocer qué es, realmente, lo que me ha hecho este renombre y esta fama. Oíd, pues. Tal vez va a parecer a alguno de vosotros que bromeo. Sin embargo, sabed bien que os voy a decir toda la verdad. En efecto, atenienses, yo no he adquirido este renombre por otra razón que por cierta sabiduría. ¿Qué sabiduría es esa? La que, tal vez, es sabiduría propia del hombre; pues en realidad es probable que yo sea sabio respecto a ésta. Éstos, de los que hablaba hace un momento, quizá sean sabios respecto a una sabiduría mayor que la propia de un hombre o no sé cómo calificarla. Hablo así, porque yo no conozco esa sabiduría, y el que lo afirme miente y habla en favor de mi falsa reputación. Atenienses, no protestéis ni aunque parezca que digo algo presuntuoso; las palabras que voy a decir no son mías, sino que voy a remitir al que las dijo, digno de crédito para vosotros. De mi sabiduría, si hay alguna y cuál es, os voy a presentar como testigo al dios que está en Delfos. En efecto, conocíais sin duda a Querefonte. Éste era amigo mío desde la juventud y adepto al partido democrático, fue al destierro y regresó con vosotros. Y ya sabéis cómo era Querefonte, qué vehemente para lo que emprendía. Pues bien, una vez fue a Delfos y tuvo la audacia de preguntar al oráculo esto - pero como he dicho, no protestéis, atenienses-, preguntó si había alguien más sabio que yo. La Pitia le respondió que nadie era más sabio. Acerca de esto os dará testimonio aquí este hermano suyo, puesto que él ha muerto.
 Pensad por qué digo estas cosas; voy a mostraros de dónde ha salido esta falsa opinión sobre mí. Así pues, tras oír yo estas palabras reflexionaba así: «¿Qué dice realmente el dios y qué indica en enigma? Yo tengo conciencia de que no soy sabio, ni poco ni mucho. ¿Qué es lo que realmente dice al afirmar que yo soy muy sabio? Sin duda, no miente; no le es lícito.» Y durante mucho tiempo estuve yo confuso sobre lo que en verdad quería decir. Más tarde, a regañadientes me incliné a una investigación del oráculo del modo siguiente. Me dirigí a uno de los que parecían ser sabios, en la idea de que, si en alguna parte era posible, allí refutaría el vaticinio y demostraría al oráculo: «Éste es más sabio que yo y tú decías que lo era yo.» Ahora bien, al examinar a éste -pues no necesito citarlo con su nombre, era un político aquel con el que estuve indagando y dialogando- experimenté lo siguiente, atenienses: me pareció que otras muchas personas creían que ese hombre era sabio y, especialmente, lo creía él mismo, pero que no lo era. A continuación intentaba yo demostrarle que él creía ser sabio, pero que no lo era. A consecuencia de ello, me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes. Al retirarme de allí razonaba a solas que yo era más sabio que aquel hombre. Es probable que ni uno ni otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree saber algo y no lo sabe, en cambio yo, así como, en efecto, no sé, tampoco creo saber. Parece, pues, que al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no sé tampoco creo saberlo. A continuación me encaminé hacia otro de los que parecían ser más sabios que aquél y saqué la misma impresión, y también allí me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes.
 Después de esto, iba ya uno tras otro, sintiéndome disgustado y temiendo que me ganaba enemistades, pero, sin embargo, me parecía necesario dar la mayor importancia al dios. Debía yo, en efecto, encaminarme, indagando qué quería decir el oráculo, hacia todos los que parecieran saber algo. Y, por el perro, atenienses -pues es preciso decir la verdad ante vosotros-, que tuve la siguiente impresión. Me pareció que los de mayor reputación estaban casi carentes de lo más importante para el que investiga según el dios; en cambio, otros que parecían inferiores estaban mejor dotados para el buen juicio. Sin duda, es necesario que os haga ver mi camino errante, como condenado a ciertos trabajos, a fin de que el oráculo fuera irrefutable para mí. En efecto, tras los políticos me encaminé hacia los poetas, los de tragedias, los de ditirambos y los demás, en la idea de que allí me encontraría manifiestamente más ignorante que aquéllos. Así pues, tomando los poemas suyos que me parecían mejor realizados, les iba preguntando qué querían decir, para, al mismo tiempo, aprender yo también algo de ellos. Pues bien, me resisto por vergüenza a deciros la verdad, atenienses. Sin embargo, hay que decirla. Por así decir, casi todos los presentes podían hablar mejor que ellos sobre los poemas que ellos habían compuesto. Así pues, también respecto a los poetas me di cuenta, en poco tiempo, de que no hacían por sabiduría lo que hacían, sino por ciertas dotes naturales y en estado de inspiración como los adivinos y los que recitan los oráculos. En efecto, también éstos dicen muchas cosas hermosas, pero no saben nada de lo que dicen. Una inspiración semejante me pareció a mí que experimentaban también los poetas, y al mismo tiempo me di cuenta de que ellos, a causa de la poesía, creían también ser sabios respecto a las demás cosas sobre las que no lo eran. Así pues, me alejé también de allí creyendo que les superaba en lo mismo que a los políticos.
 En último lugar, me encaminé hacia los artesanos. Era consciente de que yo, por así decirlo, no sabía nada, en cambio estaba seguro de que encontraría a éstos con muchos y bellos conocimientos. Y en esto no me equivoqué, pues sabían cosas que yo no sabía y, en ello, eran más sabios que yo. Pero, atenienses, me pareció a mí que también los buenos artesanos incurrían en el mismo error que los poetas: por el hecho de que realizaban adecuadamente su arte, cada uno de ellos estimaba que era muy sabio también respecto a las demás cosas, incluso las más importantes, y ese error velaba su sabiduría. De modo que me preguntaba yo mismo, en nombre del oráculo, si preferiría estar así, como estoy, no siendo sabio en la sabiduría de aquellos ni ignorante en su ignorancia o tener estas dos cosas que ellos tienen. Así pues, me contesté a mí mismo y al oráculo que era ventajoso para mí estar como estoy.
 A causa de esta investigación, atenienses, me he creado muchas enemistades, muy duras y pesadas, de tal modo que de ellas han surgido muchas tergiversaciones y el renombre éste de que soy sabio. En efecto, en cada ocasión los presentes creen que yo soy sabio respecto a aquello que refuto a otro. Es probable, atenienses, que el dios sea en realidad sabio y que, en este oráculo, diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y parece que éste habla de Sócrates -se sirve de mi nombre poniéndome como ejemplo, como si dijera: «Es el más sabio, el que, de entre vosotros, hombres, conoce, como Sócrates, que en verdad es digno de nada respecto a la sabiduría.» Así pues, incluso ahora, voy de un lado. a otro investigando y averiguando en el sentido del dios, si creo que alguno de los ciudadanos o de los forasteros es sabio. Y cuando me parece que no lo es, prestando mi auxilio al dios, le demuestro que no es sabio. Por esa ocupación no he tenido tiempo de realizar ningún asunto de la ciudad digno de citar ni tampoco mío particular, sino que me encuentro en gran pobreza a causa del servicio del dios.
 Se añade, a esto, que los jóvenes. que me acompañan espontáneamente - los que disponen de más tiempo, los hijos de los más ricos- se divierten oyéndome examinar a los hombres y, con frecuencia, me imitan e intentan examinar a otros, y, naturalmente, encuentran, creo yo, gran cantidad de hombres que creen saber algo pero que saben poco o nada. En consecuencia, los examinados por ellos se irritan conmigo, y no consigo mismos, y dicen que un tal Sócrates es malvado y corrompe a los jóvenes. Cuando alguien les pregunta qué hace y qué enseña, no pueden decir nada, lo ignoran; pero, para no dar la impresión de que están confusos, dicen lo que es usual contra todos los que filosofan, es decir: «las cosas del cielo y lo que está bajo la tierra», «no creer en los dioses» y «hacer más fuerte el argumento más débil». Pues creo que no desearían decir la verdad, a saber, que resulta evidente que están simulando saber sin saber nada. Y como son, pienso yo, susceptibles y vehementes y numerosos, y como, además, hablan de mí apasionada y persuasivamente, os han llenado los oídos calumniándome violentamente desde hace mucho tiempo. Como consecuencia de esto me han acusado Meleto, Ánito y Licón; Meleto, irritado en nombre de los poetas; Anito, en el de los demiurgos y de los políticos, y Licón, en el de los oradores. De manera que, como decía yo al principio, me causaría extrañeza que yo fuera capaz de arrancar de vosotros, en tan escaso tiempo, esta falsa imagen que ha tomado tanto cuerpo. Ahí tenéis, atenienses, la verdad y os estoy hablando sin ocultar nada, ni grande ni pequeño, y sin tomar precauciones en lo que digo. Sin embargo, sé casi con certeza que con estas palabras me consigo enemistades, lo cual es también una prueba de que digo la verdad, y que es ésta la mala fama mía y que éstas son sus causas. Si investigáis esto ahora o en otra ocasión, confirmaréis que es así.
 Acerca de las Acusaciones que me hicieron los primeros acusadores sea ésta suficiente defensa ante vosotros. Contra Meleto, el honrado y el amante de la ciudad, según él dice, y contra los acusadores recientes voy a intentar defenderme a continuación. Tomemos, pues, a su vez, la acusación jurada de éstos, dado que son otros acusadores. Es así: «Sócrates delinque corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses en los que la ciudad cree, sino en otras divinidades nuevas.» Tal es la acusación. Examinémosla punto por punto.
 Dice, en efecto, que yo delinco corrompiendo a los jóvenes. Yo, por mi parte, afirmo que - Meleto delinque porque bromea en asunto serio, sometiendo a juicio con ligereza a las personas y simulando esforzarse e inquietarse por cosas que jamás le han preocupado. Voy a intentar mostraros que esto es así.
 -Ven aquí, Meleto, y dime: ¿No es cierto que consideras de la mayor importancia que los jóvenes sean lo mejor posible?
 -Yo sí.
 -Ea, di entonces a éstos quién los hace mejores. Pues es evidente que lo sabes, puesto que te preocupa. En efecto, has descubierto al que los corrompe, a mí, según dices, y me traes ante estos jueces y me acusas. -Vamos, di y revela quién es el que los hace mejores. ¿Estás viendo, Meleto, que callas y no puedes decirlo? Sin embargo, ¿no te parece que esto es vergonzoso y testimonio suficiente de lo que yo digo, de que este asunto no ha sido en nada objeto de tu preocupación? Pero dilo, amigo, ¿quién los hace mejores?
 -Las leyes.
 -Pero no te pregunto eso, excelente Meleto, sino qué hombre, el cual ante todo debe conocer esto mismo, las leyes.
 -Éstos, Sócrates, los jueces.
 -¿Qué dices, Meleto, éstos son capaces de educar a los jóvenes y de hacerlos mejores?
 -Sí, especialmente.
 -¿Todos, o unos sí y otros no?
 -Todos.
 -Hablas bien, por Hera, y presentas una gran abundancia de bienhechores. ¿Qué, pues? ¿Los que nos escuchan los hacen también mejores, o no?
 -También éstos.
 -¿Y los miembros del Consejo?
 -También los miembros del Consejo.
 -Pero, entonces, Meleto, ¿acaso los que asisten a la Asamblea, los asambleístas corrompen a los jóvenes? ¿O también aquéllos, en su totalidad, los hacen mejores?
 -También aquéllos.
 -Luego, según parece, todos los atenienses los hacen buenos y honrados excepto yo, y sólo yo los corrompo. ¿Es eso lo que dices?
 Muy firmemente digo eso.
 -Me atribuyes, sin duda, un gran desacierto. Contéstame. ¿Te parece a ti que es también así respecto a los caballos? ¿Son todos los hombres los que los hacen mejores y uno sólo el que los resabia? ¿O, todo lo contrario, alguien sólo o muy pocos, los cuidadores de caballos, son capaces de hacerlos mejores, y la mayoría, si tratan con los caballos y los utilizan, los echan a perder? ¿No es así, Meleto, con respecto a los caballos y a todos los otros animales? Sin ninguna duda, digáis que sí o digáis que no tú y Ánito. Sería, en efecto, una gran suerte para los jóvenes si uno solo los corrompe y los demás les ayudan. Pues bien, Meleto, has mostrado suficientemente que jamás te has interesado por los jóvenes y has descubierto de modo claro tu despreocupación, esto es, que no te has cuidado de nada de esto por lo que tú me traes aquí.
 Dinos aún, Meleto, por Zeus, si es mejor vivir entre ciudadanos honrados o malvados. Contesta, amigo. No te pregunto nada difícil. ¿No es cierto que los malvados hacen daño a los que están siempre a su lado, y que los buenos hacen bien?
 -Sin duda.
 -¿Hay alguien que prefiera recibir daño de los que están con él a recibir ayuda? Contesta, amigo. Pues la ley ordena responder. ¿Hay alguien que quiera recibir daño?
 -No, sin duda.
 -Ea, pues. ¿Me traes aquí en la idea de que corrompo a los jóvenes y los hago peores voluntaria o involuntariamente?
 -Voluntariamente, sin duda.
 -¿Qué sucede entonces, Meleto? ¿Eres tú hasta tal punto más sabio que yo, siendo yo de esta edad y tú tan joven, que tú conoces que los malos hacen siempre algún mal a los más próximos a ellos, y los buenos bien; en cambio yo, por lo visto, he llegado a tal grado de ignorancia, que desconozco, incluso, que si llego a hacer malvado a alguien de los que están a mi lado corro peligro de recibir daño de él y este mal tan grande lo hago voluntariamente, según tú dices? Esto no te lo creo yo, Meleto, y pienso que ningún otro hombre. En efecto, o no los corrompo, o si los corrompo, lo hago involuntariamente, de manera que tú en uno u otro caso mientes. Y si los corrompo involuntariamente, por esta clase de faltas la ley no ordena hacer comparecer a uno aquí, sino tomarle privadamente y enseñarle y reprenderle. Pues es evidente que, si aprendo, cesaré de hacer lo que hago involuntariamente. Tú has evitado y no has querido tratar conmigo ni enseñarme; en cambio, me traes aquí, donde es ley traer a los que necesitan castigo y no enseñanza.
 Pues bien, atenienses, ya es evidente lo que yo decía, que Meleto no se ha preocupado jamás por estas cosas, ni poco ni mucho. Veamos, sin embargo; dinos cómo dices que yo corrompo a los jóvenes. ¿No es evidente que, según la acusación que presentaste, enseñándoles a creer no en los dioses en los que cree la ciudad, sino en otros espíritus nuevos? ¿No dices que los corrompo enseñándoles esto?
 -En efecto, eso digo muy firmemente.
 -Por esos mismos dioses, Meleto, de los que tratamos, háblanos aún más claramente a mí y a estos hombres. En efecto, yo no puedo llegar a saber si dices que yo enseño a creer que existen algunos dioses -y entonces yo mismo creo que hay dioses y no soy enteramente ateo ni delinco en eso-, pero no los que la ciudad cree, sino otros, y es esto lo que me inculpas, que otros, o bien afirmas que yo mismo no creo en absoluto en los dioses y enseño esto a los demás.
 -Digo eso, que no crees en los dioses en absoluto.
 -Oh sorprendente Meleto, ¿para qué dices esas cosas? ¿Luego tampoco creo, como los demás hombres, que el sol y la luna son dioses? -No, por Zeus, jueces, puesto que afirma que el sol es una piedra y la luna, tierra.
 -¿Crees que estás acusando a Anaxágoras, querido Meleto? ¿Y desprecias a éstos y consideras que son desconocedores de las letras hasta el punto de no saber que los libros de Anaxágoras de Clazómenas están llenos de estos temas? Y, además, ¿aprenden de mí los jóvenes lo que de vez en cuando pueden adquirir en la orquestra, por un dracma como mucho, y reírse de Sócrates si pretende que son suyas estas ideas, especialmente al ser tan extrañas? Pero, oh Meleto, ¿te parece a ti que soy así, que no creo que exista ningún dios?
 -Ciertamente que no, por Zeus, de ningún modo. -No eres digno de crédito, Meleto, incluso, según creo, para ti mismo. Me parece que este hombre, atenienses, es descarado e intemperante y que, sin más, ha presentado esta acusación con cierta insolencia, intemperancia y temeridad juvenil. Parece que trama una especie de enigma para tantear. «¿Se dará cuenta ese sabio de Sócrates de que estoy bromeando y contradiciéndome, o le engañaré a él y a los demás oyentes?» Y digo esto porque es claro que éste se contradice en la acusación; es como si dijera: «Sócrates delinque no creyendo en los dioses, pero creyendo en los dio ses». Esto es propio de una persona que juega.
 Examinad, pues, atenienses por qué me parece que dice eso. Tú, Meleto, contéstame. Vosotros, como os rogué al empezar, tened presente no protestar si cons truyo las frases en mi modo habitual.
 -¿Hay alguien, Meleto, que crea que existen cosas humanas, y que no crea que existen hombres? Que conteste, jueces, y que no proteste una y otra vez. ¿Hay alguien que no crea que existen caballos y que crea que existen cosas propias de caballos? ¿O que no existen flautistas, y sí cosas relativas al toque de la flauta? No existe esa persona, querido Meleto; si tú no quieres responder, te lo digo yo a ti y a estos otros. Pero, responde, al menos, a lo que sigue.
 -¿Hay quien crea que hay cosas propias de divinidades, y que no crea que hay divinidades? -No hay nadie.
 -¡Qué servicio me haces al contestar, aunque sea a regañadientes, obligado por éstos! Así pues, afirmas que yo creo y enseño cosas relativas a divinidades, sean nuevas o antiguas; por tanto, según tu afirmación, y además lo juraste eso en tu escrito de acusación, creo en lo relativo a divinidades. Si creo en cosas relativas a divinidades, es sin duda de gran necesidad que yo crea que hay divinidades. ¿No es así? Sí lo es. Supongo que estás de acuerdo, puesto que no contestas. ¿No creemos que las divinidades son dioses o hijos de dio ses? ¿Lo afirmas o lo niegas?
 -Lo afirmo.
 -Luego si creo en las divinidades, según tú afirmas, y si las divinidades son en algún modo dioses, esto seria lo que yo digo que presentas como enigma y en lo que bromeas, al afirmar que yo no creo en los dioses y que, por otra parte, creo en los dioses, puesto que creo en las divinidades. Si, a su vez, las divinidades son hijos de los dioses, bastardos nacidos de ninfas o de otras mujeres, según se suele decir, ¿qué hombre creería que hay hijos de dioses y que no hay dioses? Sería, en efecto, tan absurdo como si alguien creyera que hay hijos de caballos y burros, los mulos, pero no creyera que hay caballos y burros. No es posible, Meleto, que hayas presentado esta acusación sin el propósito de ponernos a prueba, o bien por carecer de una imputación real de la que acusarme. No hay ninguna posibilidad de que tú persuadas a alguien, aunque sea de poca inteligencia, de que una misma persona crea que hay cosas relativas a las divinidades y a los dioses y, por otra parte, que esa persona no crea en divinidades, dioses ni héroes.
 Pues bien, atenienses, me parece que no requiere mucha defensa demostrar que yo no soy culpable respecto a la acusación de Meleto, y que ya es suficiente lo que ha dicho.
 Lo que yo decía antes, a saber, que se ha producido gran enemistad hacia mí por parte de muchos, sabed bien que es verdad. Y es esto lo que me va a condenar, si me condena, no Meleto ni Ánito sino la calumnia y la envidia de muchos. Es lo que ya ha condenado a otros muchos hombres buenos y los seguirá condenando. No hay que esperar que se detenga en mí.
 Quizá alguien diga: «¿No te da vergüenza, Sócrates, haberte dedicado a una ocupación tal por la que ahora corres peligro de morir?» A éste yo, a mi vez, le diría unas palabras justas: «No tienes razón, amigo, si crees que un hombre que sea de algún provecho ha de tener en cuenta el riesgo de vivir o morir, sino el examinar solamente, al obrar, si hace cosas justas o injustas y actos propios de un hombre bueno o de un hombre malo. De poco valor serían; según tu idea, cuantos semidioses murieron en Troya y, especialmente, el hijo de Tetis, el cual, ante la idea de aceptar algo deshonroso, despreció el peligro hasta el punto de que, cuando, ansioso de matar a Héctor, su madre, que era diosa, le dijo, según creo, algo así como: «Hijo, si vengas la muerte de tu compañero Patroclo y matas a Héctor; tú mismo morirás, pues el destino está dispuesto para ti inmediatamente después de Héctor»; él, tras oírlo, desdeñó la muerte y el peligro, temiendo mucho más vivir siendo cobarde sin vengar a los amigos, y dijo «Que muera yo en seguida después de haber hecho justicia al culpable, a fin de que no quede yo aquí -junto a las cóncavas naves, siendo objeto de risa, inútil peso de la tierra.» ¿Crees que pensó en la muerte y en el peligro?
 Pues la verdad es lo que voy a decir, atenienses. En el puesto en el que uno se coloca porque considera que es el mejor, o en el que es colocado por un superior, allí debe, según creo, permanecer y arriesgarse sin tener en cuenta ni la muerte ni cosa alguna,- más que la deshonra. En efecto, atenienses, obraría yo indignamente, si, al asignarme un puesto los jefes que vosotros elegisteis para mandarme en Potidea, en Anfípolis y en Delion, decidí permanecer como otro cualquiera allí donde ellos me colocaron y corrí, entonces, el riesgo de morir, y en cambio ahora, al ordenarme el dios, según he creído y aceptado, que debo vivir filosofando y examinándome a mí mismo y a los demás, abandonara mi puesto por temor a la muerte o a cualquier otra cosa. Sería indigno y realmente alguien podría con jus ticia traerme ante el tribunal diciendo que no creo que hay dioses, por desobedecer al oráculo, temer la muerte y creerme sabio sin serlo. En efecto, atenienses, temer la muerte no es otra cosa que creer ser sabio sin serlo, pues es creer que uno sabe lo que no sabe. Pues nadie conoce la muerte, ni siquiera si es, precisamente, el mayor de todos los bienes para el hombre, pero la temen como si supieran con certeza que es el mayor de los males. Sin embargo, ¿cómo no va a ser la más reprocha ble ignorancia la de creer saber lo que no se sabe? Yo, atenienses, también quizá me diferencio en esto de la mayor parte de los hombres, y, por consiguiente, si dijera que soy más sabio que alguien en algo, sería en esto, en que no sabiendo suficientemente sobre las cosas del Hades, también reconozco no saberlo. Pero sí sé que es malo y vergonzoso cometer injusticia y desobedecer al que es mejor, sea dios u hombre. En comparación con los males que sé que son males, jamás temeré ni evitaré lo que no sé si es incluso un bien. De manera que si ahora vosotros me dejarais libre no haciendo caso a Anito, el cual dice que o bien era absolutamente necesario que yo no hubiera comparecido aquí o que, puesto que he comparecido, no es posible no condenarme a muerte, explicándoos que, si fuera absuelto, vuestros hijos, poniendo inmediatamente en práctica las cosas que Sócrates enseña, se. corromperían todos totalmente, y si, además, me dijerais: «Ahora, Sócrates, no vamos a hacer caso a Ánito, sino que te dejamos libre, a condición, sin embargo, de que no gastes ya más tiempo en esta búsqueda y de que no filosofes, y si eres sorprendido haciendo aún esto, morirás»; si, en efecto, como dije, me dejarais libre con esta condición, yo os diría: «Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy' a obedecer al dios más que a vosotros y, mientras aliente y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar, de exhortaros y de hacer manifestaciones al que de vosotros vaya encontrando, diciéndole lo que acostumbro: Mi buen amigo, siendo ateniense, de la ciudad más grande y más prestigiada en sabiduría y poder, ¿no te avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las mayores riquezas y la mayor fama y los mayores honores, y, en cambio no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible?'.» Y si alguno de vosotros discute y dice que se preocupa, no pienso dejarlo al momento y marcharme, sino que le voy a interrogar, a examinar y a refutar, y, si me parece que no ha adquirido la virtud y dice que sí, le reprocharé que tiene en menos lo digno de más y tiene en mucho lo que vale poco. Haré esto con el que me encuentre, joven o viejo, forastero o ciudadano, y más con los ciudadanos por cuanto más próximos estáis a mí por origen. Pues, esto lo manda el dios, sabedlo bien, y yo creo que todavía no os ha surgido mayor bien en la ciudad que mi servicio al dios. En efecto, voy por todas partes sin hacer otra cosa que intentar persuadiros, a jóvenes y viejos, a no ocuparos ni de los cuerpos ni de los bienes antes que del alma ni, con tanto afán, a fin de que ésta sea lo mejor posible, diciéndoos: «No sale de las riquezas la virtud para los hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos los otros bienes, tanto los privados como los públicos. Si corrompo a los jóvenes al decir tales palabras, éstas serían dañinas. Pero si alguien afirma que yo digo otras cosas, no dice verdad. A esto yo añadiría «Atenienses, haced caso o no a Anito, dejadme o no en libertad, en la idea de que no voy a hacer otra cosa, aunque hubiera de morir muchas veces.»
 No protestéis, atenienses, sino manteneos en aquello que os supliqué, que no protestéis por lo que digo, sino que escuchéis. Pues, incluso, vais a sacar provecho escuchando, según creo. Ciertamente, os voy a decir algunas otras cosas por las que quizá gritaréis. Pero no hagáis eso de ningún modo. Sabed bien que si me condenáis a muerte, siendo yo cual digo que soy, no me dañaréis a mí más que a vosotros mismos. En efecto, a mí no me causarían ningún daño ni Meleto ni Ánito; cierto que tampoco podrían, porque no creo que naturalmente esté permitido que un hombre bueno reciba daño de otro malo. Ciertamente, podría quizá matarlo o desterrarlo o quitarle los derechos ciudadanos. Éste y algún otro creen, quizá, que estas cosas son grandes males; en cambio yo no lo creo así, pero sí creo que es un mal mucho mayor hacer lo que éste hace ahora: intentar condenar a muerte a un hombre injustamente.
 Ahora, atenienses, no trato de hacer la defensa en mi favor, como alguien podría creer, sino en el vuestro, no sea que al condenarme cometáis un error respecto a la dádiva del dios para vosotros. En efecto, si me condenáis a muerte, no encontraréis fácilmente, aunque sea un tanto ridículo decirlo, a otro semejante colocado en la ciudad por el dios del mismo modo que, junto a un caballo grande y noble pero un poco lento por su tamaño, y que necesita ser aguijoneado por una especie de tábano, según creo, el dios me ha colocado junto a la ciudad para una función semejante, y como tal, despertándoos, persuadiéndoos y reprochándoos uno a uno, no cesaré durante todo el día de posarme en todas partes. No llegaréis a tener fácilmente otro semejante, atenienses, y si me hacéis caso, me dejaréis vivir. Pero, quizá, irritados, como los que son despertados cuando cabecean somnolientos, dando un manotazo me condenaréis a muerte a la ligera, haciendo caso a .finito. Después, pasaríais el resto de la vida durmiendo, a no ser que el dios, cuidándose de vosotros, os enviara otro. Comprenderéis, por lo que sigue, que yo soy precisamente el hombre adecuado para ser ofrecido por el dios a la ciudad. En efecto, no parece humano que yo tenga descuidados todos mis asuntos y que, durante tantos años, soporte que mis bienes familiares estén en abandono, y, en cambio, esté siempre ocupándome de lo vuestro, acercándome a cada uno privadamente, como un padre o un hermano mayor, intentando convencerle de que se preocupe por la virtud. Y si de esto obtuviera provecho o cobrara un salario al haceros estas recomendaciones, tendría alguna justificación. Pero la verdad es que, incluso vosotros mismos lo veis, aunque los acusadores han hecho otras acusaciones tan desvergonzadamente, no han sido capaces, presentando un testigo, de llevar su desvergüenza a afirmar que yo alguna vez cobré o pedí a alguien una remuneración. Ciertamente yo presento, me parece, un testigo suficiente de que digo la verdad: mi pobreza.
 Quizá pueda parecer extraño que yo privadamente, yendo de una a otra parte, dé estos consejos y me meta en muchas cosas, y no me atreva en público a subir a la tribuna del pueblo y dar consejos a la ciudad. La causa de esto es lo que vosotros me habéis oído decir muchas veces, en muchos lugares, a saber, que hay junto a mí algo divino y demónico; esto también lo incluye en la acusación Meleto burlándose. Está conmigo desde niño, toma forma de voz y, cuando se manifiesta, siempre me disuade de lo que voy a hacer, jamás me incita. Es esto lo que se opone a que yo ejerza la política, y me parece que se opone muy acertadamente. En efecto, sabed bien, atenienses, que si yo hubiera intentado anteriormente realizar actos políticos, habría muerto hace tiempo y no os habría sido útil a vosotros ni a mí mismo. Y no os irritéis conmigo porque digo la verdad. En efecto, no hay hombre que pueda conservar la vida, si se opone noblemente a vosotros o a cualquier otro pueblo y si trata de impedir que sucedan en la ciudad muchas cosas injustas e ilegales; por el contrario, es necesario que el que, en realidad, lucha por la justicia, si pretende vivir un poco de tiempo, actúe privada y no públicamente.
 Y, de esto, os voy a presentar pruebas importantes, no palabras, sino lo que vosotros estimáis, hechos. Oíd lo que me ha sucedido, para que sepáis que no cedería ante nada contra lo justo por temor a la muerte, y al no ceder, al punto estaría dispuesto a morir. Os voy a decir cosas vulgares y leguleyas, pero verdaderas. En efecto, atenienses, yo no ejercí ninguna otra magistratura en la ciudad, pero fui miembro del Consejo. Casualmente ejercía la pritanía nuestra tribu, la Antióquide, cuando vosotros decidisteis, injustamente, como después todos reconocisteis, juzgar en un solo juicio a los diez generales que no habían recogido a los náufragos del combate naval. En aquella ocasión yo solo entre los prítanes me enfrenté a vosotros para que no se hiciera nada contra las leyes y voté en contra. Y estando dispuestos los oradores a enjuiciarme y detenerme, y animándoles vosotros a ello y dando gritos, creí que debía afrontar el riesgo con la ley y la justicia antes de, por temor a la cárcel o a la muerte, unirme a vosotros que estabais decidiendo cosas injustas. Y esto, cuando la ciudad aún tenía régimen democrático. Pero cuando vino la oligarquía, los Treinta me hicieron llamar al Tolo, junto con otros cuatro, y me ordenaron traer de Salamina a León el salaminio para darle muerte; pues ellos ordenaban muchas cosas de este tipo también -a otras personas, porque querían cargar de culpas al mayor número posible. Sin embargo, yo mostré también en esta ocasión, no con palabras, sino con hechos, que a mí la muerte, si no resulta un poco rudo decirlo, me importa un bledo, pero que, en cambio, me preocupa absolutamente no realizar nada injusto e impío. En efecto, aquel gobierno, aun siendo tan violento, no me atemorizó como para llevar a cabo un acto injusto, sino que, después de salir del Tolo, los otros cuatro fueron a Salamina y trajeron a León, y yo salí y me fui a casa. Y quizá habría perdido la vida por esto, si el régimen no hubiera sido derribado rápidamente. De esto, tendréis muchos testigos.
 ¿Acaso creéis que yo habría llegado a vivir tantos años, si me hubie ra ocupado de los asuntos públicos y, al ocuparme de ellos como corresponde a un hombre honrado, hubiera prestado ayuda a las cosas justas y considerado esto lo más importante, como es debido? Está muy lejos de ser así. Ni tampoco ningún otro hombre. En cuanto a mí, a lo largo de toda mi vida, si alguna vez he realizado alguna acción pública, me he mostrado de esta condición, y también privadamente, sin transigir en nada con nadie contra la justicia ni tampoco con ninguno de los que, creando falsa imagen de mí, dicen que son discípulos míos. Yo no he sido jamás maestro de nadie. Si cuando yo estaba hablando y me ocupaba de mis cosas, alguien, joven o viejo, deseaba escucharme, jamás se lo impedí a nadie. Tampoco dialogo cuando recibo dinero y dejo de dialogar si no lo recibo, antes bien me ofrezco, para que me pregunten, tanto al rico como al pobre, y lo mismo si alguien prefiere responder y escuchar mis preguntas. Si alguno de éstos es luego un hombre honrado o no lo es, no podría yo, en justicia, incurrir en culpa; a ninguno de ellos les ofrecí nunca enseñanza alguna ni les instruí. Y si alguien afirma que en alguna ocasión aprendió u oyó de mí en privado algo que no oyeran también todos los demás, sabed bien que no dice la verdad.
 ¿Por qué, realmente, gustan algunos de pasar largo tiempo a mi lado? Lo habéis oído ya, atenienses; os he dicho toda la verdad. Porque les gusta oírme examinar a los que creen ser sabios y no lo son. En verdad, es agradable. Como digo, realizar este trabajo me ha sido encomendado por el dios por medio de oráculos, de sueños y de todos los demás medios con los que alguna vez alguien, de condición divina, ordenó a un hombre hacer algo. Esto, atenienses, es verdad y fácil de comprobar. Ciertamente, si yo corrompo a unos jóvenes ahora y a otros los he corrompido ya, algunos de ellos, creo yo, al hacerse mayores, se darían cuenta de que, cuando eran jóvenes, yo les aconsejé en alguna ocasión algo malo, y sería necesario que subieran ahora a la tribuna, me acusaran y se vengaran. Si ellos no quieren, alguno de sus familiares, padres, hermanos u otros parientes; si sus familiares recibieron de mí algún daño, tendrían que recordarlo ahora y vengarse. Por todas partes están presentes aquí muchos de ellos a los que estoy viendo. En primer lugar, este Critón, de mi misma edad y demo, padre de Critobulo, también presente; después, Lisanias de Esfeto, padre de Esquines, que está aquí; luego Antifón de Cefisia, padre de Epígenes; además, están presentes otros cuyos hermanos han estado en esta ocupación, Nicóstrato, el hijo de Teozótides y hermano de Teódoto - Teódoto ha muerto, así que no podría rogarle que no me acusara-; Paralio, hijo de Demódoco, cuyo hermano era Téages; Adimanto, hijo de Aristón, cuyo hermano es Platón, que está aquí; Ayantodoro, cuyo hermano, aquí presente, es Apolodoro. Puedo nombraros a otros muchos, a alguno de los cuales Meleto debía haber presentado especialmente como testigo en su discurso. Si se olvidó entonces, que lo presente ahora. - yo se lo permito- y que diga si dispone de alguno de éstos. Pero vais a encontrar todo lo contrario, atenienses, todos están dispuestos a ayudarme a mí, al que corrompe, al que hace mal a sus familiares, como dicen Meleto y Ánito. Los propios corrompidos tendrían quizá motivo para ayudarme, pero los no corrompidos, hombres ya mayores, los parientes de éstos no tienen otra razón para ayudarme que la recta y la justa, a saber, que tienen conciencia de que Meleto miente y de que yo digo la verdad.
 Sea, pues, atenienses; poco más o menos, son éstas y, quizá, otras semejantes las cosas que podría alegar en mi defensa. Quizá alguno de vosotros se irrite, acordándose de sí mismo, si él, sometido a un juicio de menor importancia que éste, rogó y suplicó a los jueces con muchas lágrimas, trayendo a sus hijos para producir la mayor compasión posible y, también, a muchos de sus familiares y amigos, y, en cambio, yo no hago nada de eso, aunque corro el máximo peligro, según parece. Tal vez alguno, al pensar esto, se comporte más duramente conmigo e, irritado por estas mismas palabras, dé su voto con ira. Pues bien, si alguno de vosotros es así -ciertamente yo no lo creo, pero si, no obstante, es así-, me parece que le diría las palabras adecuadas, al decirle: «También yo, amigo, tengo parientes. Y, en efecto, me sucede lo mismo que dice Homero, tampoco yo he nacido de una encina ni de una roca, sino de hombres, de manera que también yo tengo parientes y por cierto, atenienses, tres hijos, uno ya adolescente y dos niños.» Sin embargo, no voy a hacer subir aquí a ninguno de ellos y suplicaros que me absolváis. ¿Por qué no voy a hacer nada de esto? No por arrogancia, atenienses, ni por desprecio a vosotros. Si yo estoy confiado con respecto a la muerte o no lo estoy, eso es otra cuestión. Pero en lo que toca a la reputación, la mía, la vuestra y la de toda la ciudad, no me parece bien, tanto por mi edad como por el renombre que tengo, sea verdadero o falso, que yo haga nada de esto, pero es opinión general que Sócrates se distingue de la mayoría de los hombres. Si aquellos de vosotros que parecen distinguirse por su sabiduría, valor u otra virtud cualquiera se comportaran de este modo, sería vergonzoso. A algunos que parecen tener algún valor los he visto muchas veces comportarse así cuando son juzgados, haciendo cosas increíbles porque creían que iban a soportar algo terrible si eran condenados a muerte, como si ya fueran a ser inmortales si vosotros no los condenarais. Me parece que éstos llenan de vergüenza a la ciudad, de modo que un extranjero podría suponer que los atenienses destacados en mérito, a los que sus ciudadanos prefieren en la elección de magistraturas y otros honores, ésos en nada se distinguen de las mujeres. Ciertamente, atenienses, ni vosotros, los que destacáis en alguna cosa, debéis hacer esto, ni, si lo hacemos nosotros, debéis permitirlo, sino dejar bien claro que condenaréis al que introduce estas escenas miserables y pone en ridículo a la ciudad, mucho más que al que conserva la calma.
 Aparte de la reputación, atenienses, tampoco me parece justo suplicar a los jueces y quedar absuelto por haber suplicado, sino que lo justo es informarlos y persuadirlos. Pues no está sentado el juez para conceder por favor lo justo, sino para juzgar; además, ha jurado no. hacer favor a los que le parezca, sino juzgar con arreglo a las leyes. Por tanto, es necesario que nosotros no os acostumbremos a jurar en falso y que vosotros no os acostumbréis, pues ni unos ni otros obraríamos piadosamente. Por consiguiente, no estiméis, atenienses, que yo debo hacer ante vosotros actos que considero que no son buenos, justos ni piadosos, especialmente, por Zeus, al estar acusado de impiedad por este Meleto. Pues, evidentemente, si os convenciera y os forzara con mis súplicas, a pesar de que habéis jurado, os estaría enseñando a no creer que hay dioses y simplemente, al intentar defenderme, me estaría acusando de que no creo en los dioses. Pero está muy lejos de ser así; porque creo, atenienses, como ninguno de mis acusadores; y dejo a vosotros y al dios que juzguéis sobre mí del modo que vaya a ser mejor para mí y para vosotros.
 Al hecho de que no me irrite, atenienses, ante lo sucedido, es decir, ante que me hayáis condenado, contribuyen muchas cosas y, especialmente, que lo sucedido no ha sido inesperado para mí, si bien me extraña mucho más el número de votos resultante de una y otra parte. En efecto, no creía que iba a ser por tan poco, sino por mucho. La realidad es que, según parece, si sólo treinta votos hubieran caído de la otra parte, habría sido absuelto. En todo caso, según me parece, incluso ahora he sido absuelto respecto a Meleto, y no sólo absuelto, sino que es evidente para todos que, si no hubieran comparecido Ánito y Licón para acusarme, quedaría él condenado incluso a pagar mil dracmas por no haber alcanzado la quinta parte de los votos.
 Así pues, propone para mí este hombre la pena de muerte. Bien, ¿y yo qué os propondré a mi vez, atenienses? ¿Hay alguna duda de que propondré lo que merezco? ¿Qué es eso entonces? ¿Qué merezco sufrir o pagar porque en mi vida no he tenido sosiego, y he abandonado las cosas de las que la mayoría se preocupa: los negocios, la hacienda familiar, los mandos militares, los discursos en la asamblea, cualquier magistratura, las alianzas y luchas de partidos que se producen en la ciudad, por considerar que en realidad soy demasiado honrado como para conservar la vida si me encaminaba a estas cosas? No iba donde no fuera de utilidad para vosotros o para mí, sino que me dirigía a hacer el mayor bien a cada uno en particular, según yo digo; iba allí, intentando convencer a cada uno de vosotros de que no se preocupara de ninguna de sus cosas antes de preocuparse de ser él mismo lo mejor y lo más sensato posible, ni que tampoco se preocupara de los asuntos de la ciudad antes que de la ciudad misma y de las demás cosas según esta misma idea. Por consiguiente, ¿qué merezco que me pase por ser de este modo? Algo bueno, atenienses, si hay que proponer en verdad según el merecimiento. Y, además, un bien que sea adecuado para mí. Así, pues, ¿qué conviene a un hombre pobre, benefactor y que necesita tener ocio para exhortaras a vosotros? No hay cosa que le convenga más, atenienses, que el ser alimentado en el Pritaneo con más razón que si alguno de vosotros en las Olimpiadas ha alcanzado la victoria en las carreras de caballos, de bigas o de cuadrigas. Pues éste os hace parecer felices, y yo os hago felices, y éste en nada necesita el alimento, y yo sí lo necesito. Así, pues, si es preciso que yo proponga lo merecido con arreglo a lo justo, propongo esto: la manutención en el Pritaneo.
 Quizá, al hablar así, os parezca que estoy hablando lleno de arrogancia, como cuando antes hablaba de lamentaciones y súplicas. No es así; atenienses, sino más bien, de este otro modo. Yo estoy persuadido de que no hago daño a ningún hombre voluntariamente, pero no consigo convenceros a vosotros de ello, porque hemos dialogado durante poco tiempo. Puesto que, si tuvierais una ley, como la tienen otros hombres, que ordenara no decidir sobre una pena de muerte en un solo día, sino en muchos, os convenceríais. Pero, ahora, en poco tiempo no es fácil liberarse de grandes calumnias. Persuadido, como estoy, de que no hago daño a nadie, me hallo muy lejos de hacerme daño a mí mismo, de decir contra mí que soy merecedor de algún daño y de proponer para mí algo semejante. ¿Por, qué temor iba a hacerlo? ¿Acaso por el de no sufrir lo que ha propuesto Meleto y que yo afirmo que no sé si es un bien o un mal? ¿Para evitar esto, debo elegir algo que sé con certeza que es un mal y proponerlo para mí? ¿Tal vez, la prisión? ¿Y por qué he de vivir yo en la cárcel siendo esclavo de los magistrados que, sucesivamente, ejerzan su cargo en ella, los Once? ¿Quizá, una multa y estar en prisión hasta que la pague? Pero esto sería lo mismo que lo anterior, pues no tengo dinero para pagar. ¿Entonces propondría el destierro? Quizá vosotros aceptaríais esto. ¿No tendría yo, ciertamente, mucho amor a la vida, si fuera tan insensato como para no poder reflexionar que vosotros, que sois conciudadanos míos, no habéis sido capaces de soportar mis conversaciones y razonamientos, sino que os han resultado lo bastante pesados y molestos como para que ahora intentéis libraros de ellos, y que acaso otros los soportarán fácilmente? Está muy lejos de ser así, atenienses. ¡Sería, en efecto, una hermosa vida para un hombre de mi edad salir de mi ciudad y vivir yendo expulsado de una ciudad a otra! Sé con certeza que, donde vaya, los jóvenes escucharán mis palabras, como aquí. Si los rechazo, ellos me expulsarán convenciendo a los mayores. Si no los rechazo, me expulsarán sus padres y familiares por causa de ellos.
 Quizá diga alguno: «¿Pero no serás capaz de vivir alejado de nosotros en silencio y llevando una vida tranquila?» Persuadir de esto a algunos de vosotros es lo más difícil. En efecto, si digo que eso es desobedecer al dios y que, por ello, es imposible llevar una vida tranquila, no me creeréis pensando que hablo irónicamente. Si, por otra parte, digo que el mayor bien para un hombre es precisamente éste, tener conversaciones cada día acerca de la virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a otros, y si digo que una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre, me creeréis aún menos. Sin embargo, la verdad es así, como yo digo, atenienses, pero no es fácil convenceros. Además, no estoy acostumbrado a considerarme merecedor de ningún castigo. Ciertamente, si tuviera dinero, propondría la cantidad que estuviera en condiciones de pagar; el dinero no sería ningún daño. Pero la verdad es que no lo tengo, a no ser que quisierais aceptar lo que yo podría pagar. Quizá podría pagaros una mina de plata. Propongo, por tanto, esa cantidad. Ahí Platón, atenienses, Critón, Critobulo y Apolodoro me piden que proponga treinta minas y que ellos salen fiadores. Así pues, propongo esa cantidad. Éstos serán para vosotros fiadores dignos de crédito.
 Por no esperar un tiempo no largo, atenienses, vais a tener la fama y la culpa, por parte de los que quieren difamar a la ciudad, de haber matado a Sócrates, un sabio. Pues afirmarán que soy sabio, aunque no lo soy, los que quieren injuriaros. En efecto, si hubierais esperado un poco de tiempo, esto habría sucedido por sí mismo. Veis, sin duda, que mi edad está ya muy avanzada en el curso de la vida y próxima a la muerte. No digo estas palabras a todos vosotros, sino a los que me han condenado a muerte. Pero también les digo a ellos lo siguiente. Quizá   15 creéis, atenienses, que yo he sido condenado por faltarme las palabras adecuadas para haberos convencido, si yo hubiera creído que era preciso hacer y decir todo, con tal de evitar la condena. Está muy lejos de ser así. Pues bien, he sido condenado por falta no ciertamente de palabras, sino de osadía y desvergüenza, y por no querer deciros lo que os habría sido más agradable oír: lamentarme, llorar o hacer y decir otras muchas cosas- indignas de mí, como digo, y que vosotros tenéis costumbre de oír a otros. Pero ni antes creí que era necesario hacer nada innoble por causa del peligro, ni ahora me arrepiento de haberme defendido así, sino que prefiero con mucho morir habiéndome defendido de este modo, a vivir habiéndolo hecho de ese otro modo. En efecto, ni ante la justicia ni en la guerra, ni yo ni ningún otro deben maquinar cómo evitar la muerte a cualquier precio. Pues también en los combates muchas veces es evidente que se evitaría la muerte abandonando las armas y volviéndose a suplicar a los perseguidores. Hay muchos medios, en cada ocasión de peligro, de evitar la muerte, si se tiene la osadía de hacer y decir cualquier cosa. Pero no es difícil, atenienses, evitar la muerte, es mucho más difícil evitar la maldad; en efecto, corre más deprisa que la muerte. Ahora yo, como soy lento y viejo, he sido alcanzado por la más lenta de las dos. En cambio, mis acusadores, como son temibles y ágiles, han sido alcanzados por la más rápida, la maldad. Ahora yo voy a salir de aquí condenado a muerte por vosotros, y éstos, condenados por la verdad, culpables de perversidad e injusticia. Yo me atengo a mi estimación y éstos, a la suya. Quizá era necesario que esto fuera así y creo que está adecuadamente.
 Deseo predeciros a vosotros, mis condenadores, lo que va a seguir a esto. En efecto, estoy yo ya en ese momento en el que los hombres tienen capacidad de profetizar, cuando van ya a morir. Yo os aseguro, hombres que me habéis condenado, que inmediatamente después de mi muerte os va a venir un castigo mucho más duro, por Zeus, que el de mi condena a muerte. En efecto, ahora habéis hecho esto creyendo que os ibais a librar de dar cuenta de vuestro modo de vida, pero, como digo, os va a salir muy al contrario. Van a ser más los que os pidan cuentas, ésos a los que yo ahora contenía sin que vosotros lo percibierais. Serán más intransigentes por cuanto son más jóvenes, y vosotros os irritaréis más. Pues, si pensáis que matando a la gente vais a impedir que se os reproche que no vivís rectamente, no pensáis bien. Este medio de evitarlo ni es muy eficaz, ni es honrado. El más honrado y el más sencillo no es reprimir a los demás, sino prepararse para ser lo mejor posible. Hechas estas predicciones a quienes me han condenado les digo adiós.
 Con los que habéis votado mi absolución me gustaría conversar sobre este hecho que acaba de suceder, mientras los magistrados están ocupados y aún no voy adonde yo debo morir. Quedaos, pues, conmigo, amigos, este tiempo, pues nada impide conversar entre nosotros mientras sea posible. Como sois amigos, quiero haceros ver qué significa, realmente, lo que me ha sucedido ahora. En efecto, jueces pues llamándoos jueces os llamo correctamente-, me ha sucedido algo extraño. La advertencia habitual para mí, la del espíritu divino, en todo el tiempo anterior era siempre muy frecuente, oponiéndose aun a cosas muy pequeñas, si yo iba a obrar de forma no recta. Ahora me ha sucedido lo que vosotros veis, lo que se podría creer que es, y en opinión general es, el mayor de los males. Pues bien, la señal del dios no se me ha opuesto ni al salir de casa por la mañana, ni cuando subí aquí al tribunal, ni en ningún momento durante la defensa cuando iba a decir algo. Sin embargo, en otras ocasiones me retenía, con frecuencia, mientras hablaba. En cambio, ahora, en este asunto no se me ha opuesto en ningún momento ante ningún acto o palabra. ¿Cuál pienso que es la causa? Voy a decíroslo. Es probable que esto que me ha sucedido sea un bien, pero no es posible que lo comprendamos rectamente los que creemos que la muerte es un mal. Ha habido para mí una gran prueba de ello. En efecto, es imposible que la señal habitual no se me hubiera opuesto, a no ser que me fuera a ocurrir algo bueno.
 Reflexionemos también que hay gran esperanza de que esto sea un bien. La muerte es una de estas dos cosas: o bien el que está muerto no es nada ni tiene sensación de nada, o bien, según se dice, la muerte es precisamente una transformación, un cambio de morada para el alma de este lugar de aquí a otro lugar. Si es una ausencia de sensación y un sueño, como cuando se duerme sin soñar, la muerte sería una ganancia maravillosa. Pues, si alguien, tomando la noche en la que ha dormido de tal manera que no ha visto nada en sueños y comparando con esta noche las demás noches y días de su vida, tuviera que reflexionar y decir cuántos días y noches ha vivido en su vida mejor y más agradablemente que esta noche, creo que no ya un hombre cualquiera, sino que incluso el Gran Rey encontraría fácilmente contables estas noches comparándolas con los otros días y noches. Si, en efecto, la muerte es algo así, digo que es una ganancia, pues la totalidad del tiempo no resulta ser más que una sola noche. Si, por otra parte, la muerte es como emigrar de aquí a otro lugar y es verdad, como se dice, que allí están todos los que han muerto, ¿qué bien habría mayor que éste, jueces? Pues si, llegado uno al Hades, libre ya de éstos que dicen que son jueces, va a encontrar a los verdaderos jueces, los que se dice que hacen justicia allí: Minos, Radamanto, Éaco y Triptólemo, y a cuantos semidioses fueron justos en sus vidas, ¿sería acaso malo el viaje? Además, ¿cuánto daría alguno de vosotros por estar junto a Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero? Yo estoy dispuesto a morir muchas veces, si esto es verdad, y sería un entretenimiento maravilloso, sobre todo para mí, cuando me encuentre allí con Palamedes, con Ayante, el hijo de Telamón, y con algún otro de los antiguos que haya muerto a causa de un juicio injusto, comparar mis sufrimientos con los de ellos; esto no sería desagradable, según creo. Y lo más importante, pasar el tiempo examinando e investigando a los de allí, como ahora a los de aquí, para ver quién de ellos es sabio, y quién cree serlo y no lo es. ¿Cuánto se daría, jueces, por examinar al que llevó a Troya aquel gran ejército, o bien a Odiseo o a Sísifo o á otros infinitos hombres y mujeres que se podrían citar? Dialogar allí con ellos, estar en su compañía y examinarlos sería el colmo de la felicidad. En todo caso, lo s de allí no condenan a muerte por esto. Por otras razones son los de allí más felices que los de aquí, especialmente porque ya el resto del tiempo son inmortales, si es verdad lo que se dice.
 Es preciso que también vosotros, jueces, estéis llenos de esperanza con respecto a la muerte y tengáis en el ánimo esta sola verdad, que no existe mal alguno para el hombre bueno, ni cuando vive ni después de muerto, y que los dioses no se desentienden de sus dificultades. Tampoco lo que ahora me ha sucedido ha sido por casualidad, sino que tengo la evidencia de que ya era mejor para mí morir y librarme de trabajos. Por esta razón, en ningún momento la señal divina me ha detenido y, por eso, no me irrito mucho con los que me ha n condenado ni con los acusadores. No obstante, ellos no me condenaron ni acusaron con esta idea, sino creyendo que me hacían daño. Es justo que se les haga este reproche. Sin embargo, les pido una sola cosa. Cuando mis hijos sean mayores, atenienses, castigadlos causándoles las mismas molestias que yo a vosotros, si os parece que se preocupan del dinero o de otra cosa cualquiera antes que de la virtud, y si creen que son algo sin serlo, reprochadles, como yo a vosotros, que no se preocupan de lo que es necesario y que creen ser algo sin ser dignos de nada. Si hacéis esto, mis hijos y yo habremos recibido un justo pago de vosotros. Pero es ya hora de marcharnos, yo a morir y vosotros a vivir. Quién de nosotros se dirige a una situación mejor es algo oculto para todos, excepto para el dios.


lunes, 24 de febrero de 2014

Un texto de Nietzsche sobre Heráclito



Texto de Nietzsche Sobre Heráclito (materiales para el curso de filosofía de los martes de Universidad 2015)

En medio de esta mística noche en cuya oscuridad había envuelto Anaximandro el problema del devenir, aparece Heráclito de Éfeso y lo ilumina con un relámpago de luz. “Contemplo el devenir-exclama-, y nadie ha puesto más atención que yo en este eterno flujo y ritmo de las cosas. Y ¿qué veo? Regularidades, seguridades indefectibles, siempre las mismas vías de derecho, tras todas las transgresiones de este tribunal de las Erinias; el mundo en su totalidad, escenario de la justicia distributiva, y, las fuerzas naturales demoníacas, en todas partes a su servicio. Lo que contemplo no es el castigo de las criaturas, sino la justificación del devenir. ¿Cuándo se ha manifestado el crimen, la caída, en formas indestructibles, en leyes tenidas por sagradas? Donde la injusticia reina, allí vemos la arbitrariedad, el desorden, el desenfreno, la contradicción-, pero, en cambio, allí donde imperan la ley y Dike, la hija de Zeus, como en este mundo, ¿cómo hemos de ver la esfera de la culpa, de la expiación, del castigo y, por decirlo así, la prisión?”

De esta intuición Heráclito extrae dos negaciones armónicas, que sólo se esclarecen por la comparación de los principios de su predecesor. Primeramente, niega la existencia de dos mundos completamente distintos, idea a la cual se había visto lanzado Anaximandro; no hace ya la distinción entre un mundo físico y un mundo metafísico, entre un reino de determinaciones distintas y un reino de indeterminación e indefinición. Pero ahora, una vez dado este paso, no puede detenerse ante más negaciones atrevidas; niega rotundamente el ser. Pues en ese mundo que él contempla -protegido por leyes eternas no escritas, en constante flujo rítmico- no descubre por ninguna parte nada que persevere en el ser, nada que esté exento de destrucción, ningún valladar en la corriente. Con más energía que Anaximandro, exclama Heráclito: “No veo más que devenir. ¡No os dejéis engañar! Vuestra miopía, y no la esencia de las cosas, es lo que os hace ver tierra firme en ese mar del devenir y del fenecer. Ponéis nombres a las cosas como si éstas subsistieran, pero no os podéis bañar dos veces en el mismo río.”

Heráclito poseía como un patrimonio real la fuerza suprema de su representación intuitiva-, mientras que ante las demás formas de representación, como los conceptos y combinaciones lógicas, permanecía frío, insensible y casi hostil cuando estaban en contradicción con una verdad adquirida intuitivamente; y esto lo expresa en frases como aquella de “Todo contiene, al mismo tiempo, en sí su contrario”, con tal franqueza, que Aristóteles lo emplaza ante el tribunal de la razón como culpable del delito más atroz, del delito contra el principio de contradicción. Pero la representación intuitiva comprende dos cosas: por una parte, el mundo presente multiforme y cambiante que se nos da en toda experiencia, luego, las condiciones únicas que hacen posible cualquier experiencia de dicho mundo: el tiempo y el espacio. Pues éstas, aun cuando no tengan contenido alguno, pueden ser percibidas puramente en sí mismas, independientemente de toda experiencia, y, por lo tanto, pueden ser contempladas. Así, cuando Heráclito considera de este modo el tiempo, independientemente de toda experiencia, encuentra en él un monograma, el más instructivo de todos los monogramas imaginables, de todo aquello que cae bajo el dominio de la representación intuitiva. Y su mismo concepto del tiempo es, el que Schopenhauer formula cuando dice reiteradamente que “en el tiempo cada instante sólo es, en cuanto mata al anterior, su padre, para inmediatamente ser el igualmente muerto por el siguiente; el pasado y el futuro no son más que un sueño, y el presente, por su parte, es el límite inextenso e inconsciente entre ambos; pero tanto el tiempo como el espacio y, como ellos dos, todo lo que esta contenido en el tiempo y en el espacio, no tienen más que un ser relativo, un ser que es sólo por otro y para otro semejante a él, es decir, que tiene también este mismo ser relativo. Esta es una verdad de máxima evidencia inmediata, comprensible para cualquiera intuitivamente, pero, precisamente debido a ello, muy difícil de concebir racional v conceptualmente. El que la tiene a la vista debe llegar a las consecuencias a que llegaba Heráclito y decir que la esencia entera de la realidad es el obrar, y que para ella no puede haber otra clase de ser; como ha expuesto igualmente Schopenhauer (“El Mundo como Voluntad y como Representación”, t. I, lib. I, párr. 4): “Sólo por la acción llena el espacio y el tiempo; su acción sobre el objeto inmediato condiciona la intuición, en la cual sólo existe; la serie de acciones de un objeto sobre otro únicamente es conocida en cuanto el último obra de otro modo que antes sobre el objeto inmediato; sólo en eso consiste. La causa y el efecto constituyen por consiguiente, la esencia de la materia: su ser es su obrar. Por esto es tan precisa la palabra que llama realidad (Wirklichkeit) a todo lo material, palabra mucho más expresiva que “realidad”. Aquello por lo que actúa es siempre materia; todo su ser y toda su esencia consiste solo en el cambio regular por el cual “una” parte de la materia sustituye a la otra, y es, por ende, relativo, según una relación válida solamente dentro de sus límites, es decir, como el tiempo, como el espacio.”

El devenir único y eterno, la radical inconsistencia de todo lo real, como enseñaba Heráclito, es una idea terrible y, perturbadora, emparentada inmediatamente en sus efectos con la sensación que experimentaría un hombre durante un temblor de tierra: la desconfianza en la firmeza del suelo. Es necesaria una fuerza prodigiosa para convertir esta sensación en su opuesta, en el entusiasmo sublime y beatificador. Y, sin embargo, esto lo consiguió Heráclito por una observación hecha sobre la procedencia efectiva de todo devenir y de todo perecer, que comprendió bajo la forma de polaridad, o sea, como desdoblamiento de una fuerza en dos actividades cualitativamente diferentes, opuestas y tendientes a su conciliación o reunión. Permanentemente una cualidad se divorcia de sí misma y se constituye en cualidad opuesta; permanentemente estas dos cualidades contrarias se esfuerzan por unirse otra vez. El vulgo cree, en efecto, conocer algo sólido, acabado, permanente; pero, en realidad, lo que hay en cada momento es luz y tinieblas, amargura y dulzura juntamente, como dos combatientes cada uno de los cuales obtuviese a su vez la supremacía. La miel es, según Heráclito, dulce y amarga a la vez, y el mundo mismo es un cráter que debe ser removido constantemente. De esta lucha de cualidades contrarias nace todo devenir: las cualidades determinadas, que a nosotros nos parecen permanentes, expresan sólo el instante de equilibrio de un combate: pero este equilibrio no pone fin a la lid, que dura eternamente. Todo acaece con arreglo a esta lucha, y precisamente esta lucha es la manifestación de la eterna justicia. Esta representación, emanada de la más pura fuente del helenismo y que considera la lucha como el constante imperio de una justicia unitaria, rigurosamente enlazada con leyes eternas, es maravillosa. Solamente un griego podía hallar esta idea y emplearla para cimentar con ella una cosmodicea. Es la buena Eris de Hesíodo, elevada a principio del mundo: es la idea que preside el combate de los griegos entre sí, de los Estados griegos, en el gimnasio, en la palestra, en los agonales artísticos, en las relaciones de los partidos y de las ciudades unas con otras, así sucesivamente hasta constituir la máquina del Cosmos. Así como lucha el griego, como si sólo él tuviera razón y se viese asistido de un criterio y como si un juez infaliblemente determinase en cada momento de qué parte se ha de inclinar la victoria, así luchan las ciudades unas con otras, según leyes indestructibles e inmanentes a esta lucha. Las cosas mismas en cuya permanencia y consistencia cree la estrecha cabeza del hombre y del animal, no tienen verdadera existencia: son los chispazos y relampagueos que lanzan las espadas que se cruzan, son el brillo de la victoria en la guerra de las cualidades contrarias.

Este combate característico de todo devenir, este cambio incesante de la victoria está descrito por Schopenhauer (“El Mundo como Voluntad y, como Representación”, t. 1, lib. 2, párrafo 27): “La materia, que es lo permanente, tiene que estar cambiando continuamente de forma en cuanto, siguiendo el hilo de la causalidad, los fenómenos mecánicos, físicos, químicos, orgánicos, luchan ávidamente por manifestarse, se disputan unos a otros la materia en la cual quiere manifestarse cada Idea. En todo el dominio de la Naturaleza percibimos esta lucha, y puede decirse que la Naturaleza no consiste en otra cosa.” Las páginas que siguen brindan la más notable ilustración de esta lucha, sólo que el tono fundamental de estas descripciones es otro siempre en Heráclito, en cuanto la lucha, para Schopenhauer, es una muestra del desdoblamiento de la voluntad de un consumirse a sí mismo de este oscuro y ciego instinto y, por tanto, un fenómeno espantoso, y en modo alguno venturoso. El campo de batalla y el objetivo de esta lucha es la materia, la cual se disputan las fuerzas naturales, como también el espacio y el tiempo, que, un unificados por la causalidad, constituyen la materia.

Mientras la imaginación de Heráclito contemplaba el Universo en perpetuo movimiento y la “realidad” con los ojos de un espectador complacido, viendo cómo luchaban alegremente los contrarios bajo el padrinazgo de un severo juez de campo, vislumbró un nuevo presentimiento de mayor categoría: ya no podía considerar a los combatientes separadamente del juez: los jueces mismos parecían mismos parecían combatir, los luchadores mismos parecían juzgar, y ante este espectáculo de una justicia eternamente imperante, se atrevió a exclamar: “¡La lucha de los muchos es la pura justicia!” Y, en general, lo uno es lo múltiple. Pues ¿qué son todas las cualidades por esencia? ¿Son dioses inmortales? ¿Son seres separados con acción propia desde el principio y sin fin? Y si el mundo que vemos únicamente conoce el devenir y el fenecer, sin permanencia alguna, ¿constituirán acaso aquellas cualidades un mundo metafísico de otra naturaleza y no existirá un mundo de unidad bajo el flotante velo de la pluralidad, como imaginaba Anaximandro, sino un mundo de eternas pluralidades esenciales? ¡Acaso llegó Heráclito, dando un rodeo, a concebir nuevamente, después de haberío negado vivo, un doble ordenamiento universal, con un Olimpo de numerosos dioses y espíritus inmortales -esto es, "muchas" realidades- y con un mundo humano que sólo ve las nubes de polvo de las luchas olímpicas y el brillo de las divinas espadas, es decir, sólo un devenir? Anaximandro se había refugiado, huyendo de las cualidades determinadas, en el seno de lo "indeterminado" metafísico; como éstas cambiaban y perecían, les había negado el verdadero ser- ¿no parecía, de acuerdo a esto, que el devenir no era más que la manifestación de las eternas cualidades? ¿no debíamos desconfiar de la debilidad del intelecto humano que habla de devenir cuando, en el fondo, no hay tal devenir, sino solamente la coexistencia de múltiples realidades inmutables e indestructibles?

Estos son subterfugios y errores antinheracliteos. Aún exclama de nuevo: “Lo uno es lo múltiple.” Las cualidades múltiples que percibimos no son ni eternas esencias ni fantasmas de nuestros sentidos ( como concibió Anaxágoras a las primeras y Parménides a los segundos), no son ni seres duraderos y consistentes ni sombras engañosas del cerebro. La tercera posibilidad única que quedaba para Heráclito nadie la hubiera alcanzado por procedimientos dialécticos y lógicos, pues lo que él halló aquí fue algo extraño, aún en el reino de las incredulidades místicas y de las metáforas cósmicas inesperadas: El mundo es el “recreo” de Zeus, o expresado físicamente, del fuego, que juega consigo mismo, y en este sentido, lo uno es a la vez lo múltiple. Ante todo, para explicar la introducción del fuego como fuerza plasmadora universal, recordaré aquí cómo había prolongado Anaximandro la teoría del agua como origen de todas las cosas. De acuerdo en lo esencial con Tales, y confirmando y acrecentando sus observaciones, Anaximandro no estaba convencido de que detrás del agua no hubiese cualidades nuevas, de que el agua fuese algo irreductible; sino que la humedad misma le parecía que estaba formada de frío y calor, y que, por ello, serían las cualidades originarlas del agua. Por su separación del seno primordial de “lo indeterminado”, empezaba el devenir. Heráclito, que como físico es inferior a Anaximandro, interpretaba este calor de Anaximandro como el aliento, la respiración cálida, la respiración ardiente, el vapor seco, en una palabra, como el fuego; de este fuego decía lo mismo que Tales y Anaximandro habían dicho del agua: que recorría en infinitas transformaciones la vía del devenir, sobre todo en sus tres estados principales de calor, humedad y solidez. Pues el agua se transforma en parte descendiendo a la tierra, en parte ascendiendo sobre el fuego, o como expresaba con más exactitud Heráclito, parecía subir de los mares como puro vapor que alimenta el fuego celeste de las estrellas de la tierra en forma de nubes y neblinas, de donde saca lo húmedo su sustento. Los vapores puros son la transformación de los mares en fuego; los impuros, la transformación de la tierra en agua. De este modo las dos vías de transformación del fuego, hacia arriba y hacia abajo, de ida y vuelta, corrían paralelamente, del fuego al agua, del agua a la tierra, de la tierra otra vez al agua y del agua al fuego. Mientras que Heráclito, en las dos ideas más importantes de esta concepción: que el fuego está alimentado de la evaporación y que del agua se separa en parte la tierra y en parte el fuego, se muestra discípulo de Anaximandro, es, por otra parte, independiente, y aún está en oposición con Anaximandro, en que separa lo frío del proceso físico, mientras que Anaximandro lo considera tan justificado como el calor, para hacer nacer de los dos lo húmedo. Hacer esto era realmente una necesidad para Heráclito, pues si todo era fuego, por mucho que se transformara, no podía llegar nunca a producir su opuesto; consiguientemente, lo que se llama frío sólo podía significar un grado de calor, interpretación que podía justificar con facilidad. Pero mucho más importante que esta discrepancia de la doctrina del maestro era una posterior concomitancia: creía, como aquél, en una destrucción del universo, repetida periódicamente, y en una nueva producción de otro mundo, acarreada por el incendio universal, destructor de todo lo existente. Los períodos en los cuales el mundo corría a aquel incendio y a su resolución en puro fuego fueron caracterizados por él de manera sumamente chocante como un apetecer y un necesitar, y la absorción completa en el fuego, como un saciarse; y no se nos ocurre inquirir como comprendía y definía el nuevo impulso que había de formar nuevamente el mundo, vaciándole en las formas de la multiplicidad. El proverbio griego es decisivo en este caso: “La saciedad engendra el delito” (“hybris”); y de hecho podemos preguntamos por un momento si Heráclito dedujo aquella vuelta a la pluralidad de la “hybris”. Examinemos seriamente esta Idea; a su luz, el rostro de Heráclito se transforma ante nuestras miradas, el orgulloso brillo de sus ojos se apaga, un gesto de dolorosa decepción, de desmayo, se dibuja en su rostro, parece que adivinamos por qué la antigüedad lo denominaba “el filosofo llorón”. ¿No será todo el proceso del mundo un acto de castigo de la “hybris”? La pluralidad ¿no será el efecto del pecado?, La transformación de lo puro en impuro ¿no será consecuencia de la injusticia? ¿No estará puesta de esta manera la culpa en el fondo de las cosas, descargándose así de la culpa el mundo del devenir y de los individuos, pero quedando condenado, al mismo tiempo, a soportar siempre de nuevo sus consecuencias?

Esta peligrosa palabra, “hybris”, es, en efecto, la piedra de toque para todo discípulo de Heráclito; puede demostrar aquí si ha comprendido o no a su maestro. ¿Hay culpa, injusticia, contradicción, dolor, en este mundo?

Sí, exclama Heráclito, pero sólo para el hombre de inteligencia limitada que ve las cosas en su sucesión y no en su conjunto, no para el Dios contutivo; para éste, todos los contrarios se armonizan, de un modo invisible, es cierto, para la mirada vulgar del hombre, pero comprensible para el que, como Heráclito, es semejante al dios contemplativo. Ante su mirada de fuego no queda una gota de injusticia en el mundo por él creado; y aun aquella contradicción, cardinal, de cómo puede fundir el fuego puro en formas tan impuras, es resuelta por él en una doble comparación. Un devenir y un perecer, un construir destruir, sin justificación moral alguna, eternamente inocente, sólo se dan en este mundo en el juego del artista y del niño. Y así como el niño y el artista juegan, juega el fuego, eternamente vivo, construye y destruye inocentemente; y este juego lo juega el “aiôn” consigo mismo. Transformándose en agua y en tierra, construye, como el niño, castillos de arena a la orilla del mar, edifica y derriba; de tiempo en tiempo vuelve a iniciar el juego. Hay un momento de saturación; luego lo llama nuevamente la necesidad, como al artista lo obliga la necesidad a la creación. No un instinto de delincuencia, sino el perpetuo y renaciente instinto del juego, es lo que llama nuevos mundos a la vida. Llega un momento en que el niño tira el juguete; pero de nuevo lo recoge, y prosigue sus juegos con inocente inconstancia. Pero siempre que construye, lo hace según ciertas reglas con un orden interior.

Ahora bien, de este modo contempla el esteta el mundo: el esteta, es decir, el hombre que en el artista y en el nacimiento de la obra de arte ha visto cómo el combate de la pluralidad puede implicar leyes y derechos, cómo el artista se muestra contemplativo sobre y en la obra de arte, cómo la necesidad y el juego, la contradicción y la armonía pueden aunarse para la producción de la obra de arte.

¿Quién pedirá una ética ahora a tal filosofía, con su correspondiente imperativo "tú debes"? ¿Quién podrá reprochar esta falta a Heráclito? El hombre, hasta sus más recónditas fibras, es necesidad, y carece por completo de libertad, si por libertad se entiende la necia pretensión de poder variar de arbitrio como se cambia de traje, pretensión que todo verdadero filósofo ha rechazado hasta hoy con escándalo. Que sean tan escasos los hombres que viven con conciencia en el “Logos” y en conformidad con el ojo del artista que todo lo ve de una mirada, proviene de que sus almas están desnudas de que las orejas y los ojos del hombre, y en general su intelecto, son malos testigos cuando “el cieno húmedo es recogido en sus almas”. No se pregunta por qué ocurre, como tampoco por qué el fuego se convierte en agua y en tierra. Heráclito no tenía razón alguna para “deber” demostrar (como lo habría hecho Leibniz) que este mundo es el mejor de los mundos; le bastaba saber que es el juego inocente y bello del “aiôn”. El hombre no es para él, generalmente, más que un ser ir racional, con lo que no niega que en toda su esencia se cumpla la ley de la razón que todo lo gobierna. Para él, el hombre no ocupa un lugar privilegiado en la Naturaleza, cuyo fenómeno más importante es el fuego, lo es, por ejemplo, una estrella, pero no el simple hombre. Si éste, por la necesidad, ha tenido una participación en el fuego, entonces es algo racional; pero en cuanto consiste en agua tierra, su racionalidad es escasa. No tiene obligación de reconocer el “Logos”, por ser hombre. Pero ¿por qué hay agua, por qué hay tierra? Este es, para Heráclito, un problema mucho más importante que preguntar por qué son los hombres tan estúpidos y tan perversos. Tanto en los hombres mejores como en los peores, se manifiesta la misma inmanente legalidad y justicia. Pero si se le formulase a Heráclito la pregunta de por qué el fuego no es siempre fuego, sino que ahora es agua y después tierra, tendría que contestar: "Se trata de un juego; no lo toméis por lo patético, sobre todo, no lo toméis desde el punto de vista moral.” Heráclito sólo describe el mundo existente y contempla este mundo con la fruición del artista que ve cómo se va formando su obra. Heráclito únicamente es sombrío, melancólico, lacrimoso, bilioso, pesimista y, en general, odioso, para aquellos que tienen motivos para no estar contentos con su descripción del hombre. Pero a estas personas Heráclito las miraría con indiferencia, junto a sus simpatías y antipatías, su amor y su odio, y les pagaría con la enseñanza de que “los perros ladran al que no conocen” o “al asno le gusta la paja más que el oro”.

De estos descontentos derivan también las numerosas quejas contra la oscuridad del estilo de Heráclito- pero, positivamente, nadie ha escrito con más claridad y mayor luminosidad que él. En efecto, es muy conciso, y por esto es oscuro para el que lee de prisa. Pero es absurdo que un filósofo escriba a propósito con oscuridad, como se le suele atribuir a Heráclito, a no ser en el caso en que tenga razones para ocultar su pensamiento, o sea lo bastante pícaro para disimular su indigencia mental con palabras. Como dice Schopenhauer, en ocasiones se debe procurar en la vida práctica cautelar, por medio de la claridad, posibles errores. ¿Cómo podría buscarse adrede la oscuridad, la expresión enigmática e indeterminada, cuando se trata del más difícil, abstruso e inaccesible objeto del pensamiento: la filosofía? En lo referente a la concisión, Jean Paul nos proporciona una buena doctrina: “En general, es conveniente que los grandes pensamientos, de gran contenido para un cerebro perspicaz, se expresen con brevedad por lo tanto, con oscuridad, para que un espíritu romo antes los considere como absurdos que los traduzca en su mentalidad rastrera. Pues los entendimientos vulgares tienen la habilidad odiosa de no ver en los pensamientos profundos ricos otra cosa que lo que piensa a diario.” Por lo demás, a pesar de esto, Heráclito no ha pasado inadvertido a los “espíritus romos"; ya los estoicos lo interpretaron torpemente, rebajando su concepción estética del mundo a un vulgar finalismo, provechoso para el hombre, fundando en su física un grosero optimismo, con la constante invitación al “plaudite, amici”.

Era orgulloso Heráclito; y cuando el orgullo anida en un filósofo, toma proporciones gigantescas. Sus obras no se dirigen nunca al “público”, no busca el aplauso de las masas ni las aclamaciones del coro de sus contemporáneos. Lo característico del filósofo) es recorrer las calles en silencio. Sus dotes son las más raras, en cierto sentido las menos naturales, por consiguiente enemigas de todo lo mediano. Los muros de suficiencia debían de ser diamantinos, cuando no se quebraron, pues todo se conjuraba contra él. Su viaje a la ¡inmortalidad fue más difícil y encontró más obstáculos que ningún otro; y, sin embargo, nadie mejor que el filósofo puede estar seguro de alcanzarla, porque no sabe dónde debe estar, a no ser en la plenitud de los tiempos, pues el desprecio de lo actual y de lo pasajero es propio del auténtico filósofo. Posee la verdad, y por muchas vueltas que dé la rueda del tiempo, nunca podrá sustraerse a la verdad. Importa saber de tales hombres que han vivido. Nunca podría imaginarse, por ejemplo, el orgullo de Heráclito como una virtualidad ociosa. Todo esfuerzo hacia el conocimiento parece, por su esencia, condenado a quedar insatisfecho eternamente. Por eso nadie que no esté instruido por la historia podría creer en esa augusta autoestimación y convicción de ser el único venturoso liberador de la verdad. Tales hombres viven su propio sistema solar, y allí hay que ir a buscarlos. También un Empédocles un Pitágoras se prodigaban una consideración más que humana, casi se inspiraban a sí mismos un respeto religioso; pero el lazo de la compasión, unido a la íntima fe en la trasmigración en la unidad de todos los seres vivos, les llevaba otra vez a los demás hombres, a procurar su salud y su redención. Mas el sentimiento de soledad que poseía el solitario de Efeso únicamente podía desarrollarse en los salvajes desiertos. En él no vemos el menor deseo de ayuda, de salvar a nadie. Es una estrella sin atmósfera. Sus ojos ardientes, dirigidos a sí mismo miran vagos y, fríos, con una mera apariencia de mirada. Al pie de la fortaleza de su orgullo batían las olas de la locura y de la perversión; él desviaba la mirada con asco. Pero también los hombres de pecho sensible ceden ante una máscara que parece fundida en bronce; comprendemos a un ser de esta naturaleza en un santuario apartado, rodeado de imágenes de dioses, bajo una arquitectura fría, solemne y sublime. Heráclito fue increíble entre los hombres como Hombre; y cuando contemplaba el juego de los hombres-niños, pensó lo que nadie habría pensado en tal ocasión: el juego, con sus mundos, del gran niño Zeus. No necesitaba a los hombres, ni siquiera para que le reconocieran; nada le importaba lo que pudieran pensar o inquirir de él, ni siquiera los sabios. Hablaba con desprecio de tales preguntones, de tales coleccionadores, en una palabra, de tales hombres “históricos”. “Yo me busco v me pregunto a mí mismo”, decía, empleando una palabra con la cual se suele expresar la pregunta que se dirige a un oráculo: como si él, y nadie más que él, fuese el auténtico cumplidor y consumador de la máxima délfica: “Conócete a ti mismo”.

Y lo que él escuchaba de este oráculo lo consideraba como sabiduría inmortal y digna de interpretación eterna, de incalculable efecto para el porvenir, a semejanza de los discursos proféticos de las sibilas. Es bastante para la humanidad futura, que ella se haga interpretar, como sentencia de oráculo, lo que él, como el dios de Delfos, “ni dijo ni calló”. Sus sentencias, pronunciadas “sin sonrisa, sin aliño, sin sahumerio” antes bien, con “boca espumeante”, penetraron a través de los siglos. Pues el mundo necesita eternamente de la verdad, por lo que necesitará eternamente a Heráclito; pero él no necesita al mundo. ¿Qué le importa a “él” su fama, la fama entre los “mortales en un devenir perpetuo”, como él decía con expresión irónica? Su fama era cuenta de los hombres, no de él; lo que le importaba a él era la inmortalidad de la raza humana, no la inmortalidad del hombre Heráclito. Lo que él meditaba, la doctrina de la “ley en el devenir y del juego en la necesidad”, debía ser meditada eternamente; él había levantado el telón de este gran espectáculo.

Friedrich Nietzsche